Todo el amor del mundo con todas sus sangres y sus virus

Por Christopher Rey Pérez

3.

         Mario Santiago Papasquiaro era el nom de plume de José Alfredo Zendejas Pineda. Un geógrafo sabrá que Santiago Papasquiaro es una ciudad de una población de 26,000 en Durango, México. Está ubicada en las laderas orientales de la Sierra Madre Occidental. La ciudad, aunque pequeña, ha sido el lugar de origen de varias figuras notables de la historia de México, principalmente los Revueltas Sánchez que incluían un compositor, un pintor, y una actriz. José Revueltas, escritor y activista político, también formaba parte de la familia. Su legado inspiró a Mario Santiago Papasquiaro a tomar como homónimo el lugar de origen de los Revueltas.

Vale la pena hacer la siguiente conexión: José Revueltas, una figura clave de las protestas estudiantiles de Tlatelolco en 1968, pasó dos años encarcelado en el “Palacio Negro de Lecumberri”. Fundado en 1900, el Lecumberri encarceló durante distintos tiempos a casi toda la realeza—para decirlo de una manera—de la rica y turbulenta historia revolucionaria de México, incluso a Pancho Villa. El poeta ruso y comunista Vladimir Mayakovsky mencionó lo siguiente sobre México y la revolución: “un revolucionario mexicano es cualquiera que, con arma en la mano, puede derribar la autoridad reinante—indiferente a lo que sea. Y como, en México, todos han derribado o están derribando o quieren derribar el régimen actual, todos son revolucionarios”. Aunque debemos tomar con cierta reserva la declaración del viajero foráneo que esperaba ver “indios” como los que se imaginaba al leer historietas vaqueras, esta sí evidencia la imagen deformada que tiene México sobre sí mismo y que se compone de un concepto de mestizaje tan nacionalista que solo la visión panóptica de la cárcel de Lecumberri sería capaz de contenerla.

Si consideramos la arquitectura de la cárcel, nos damos cuenta que muestra el deseo de rodear a todos los prisioneros con su mirada desde un punto central y dominante. La rotonda en el centro que cuenta con una torre de vigilancia de 35 metros radia por fuera con pasillos que contienen las jaulas. Sin interesarse en la “infra” que podría hacer viable un mundo más allá del pseudo-mundo del encarcelado, el Lecumberri optó por denegar la sanidad que viene de la mano de la privacidad y dictaminó el aislamiento para el presunto más enfermo de los enfermos: el criminal.

         Visité la cárcel en varias ocasiones durante el verano de 2017, mientras escribía un poema largo al respecto. Irónicamente, el “Palacio Negro del Lecumberri” ahora es el Archivo General de la Nación, que se estableció alrededor de 1980 por decreto presidencial. La cárcel vuelta archivo está ubicada a unas cuadras de Tepito, en el barrio apropiadamente llamado Penitenciaría.

Cuando bajé por el paradero Ingeniero Eduardo Molina, un muchacho con dos ojos moros me preguntó sobre el modelo de mi celular. Le dije que lo había olvidado en casa y crucé la calle sutilmente para caminar por la avenida del mismo nombre del paradero. Jardín Oaxaca a mi derecha consistía de ambulantajes marchitándose bajo el sol y una cobertura de seto más o menos al estilo francés. Por la izquierda, las paredes del Archivo General de la Nación me dieron la sensación de que al entrar a la fortaleza, no habrá regreso.

Una vez dentro, dejé mis pertenencias en una taquilla y después de discutirlo, traje mi celular y un borrador de mi poema. La guardia lo había estampado página por página con la palabra “REVISADO” en mayúsculas. Compré un par de guantes de látex, entonces, pedí la tal-y-tal edición de tal-y-tal suplemento, y me senté a escudriñar las páginas frágiles como un cirujano. La tos ocasional de una mesa lejana y la actitud fúnebre del archivista que me atendió me hicieron pensar en la soledad de la letra publicada.

Ninguno de estos documentos tenía lectores. Gente como el hombre con tos y yo mirábamos las palabras con los ojos glaseados, buscando información escondiéndose en la letra. Luego, pensé en José Revueltas escribiendo El apanado, un libro que me había prometido leer como preparación antes de mi visita al archivo y que en inglés ha sido traducido como The Hole. En este hoyo, vi a Nelson Mandela escribiendo una carta. Vi a Oscar Wilde terminando De Profundis. Vi a Antonio Gramsci tachando oraciones en su cuaderno. Y también vi a todos los escritores desconocidos y no celebrados que no están archivados en ninguna parte pero que sin embargo están encarcelados con verborrea.

Al fondo del hoyo, que no era fondo sino lo más profundo a lo que estaba dispuesto a viajar, ya no podía ver a ninguna figura histórica que ha escrito obras reales que han causado consecuencias reales basadas en las alucinaciones del aislamiento. En su lugar, vi al anti-héroe de Emile Habiby, Saeed el Pesoptimista, el condenado palestino que en la novela de Habiby cuenta la historia de su vida a un periódico israelí sobre su secuestro por extraterrestres después de su colaboración forzada con el régimen ocupante. Este encarcela a Saeed una y otra vez en la cárcel Shatta que todavía opera hoy.

         Genet, a quien también vi escribiendo Nuestra señora de las flores en el hoyo del Palacio Negro, una vez respondió al tema de la justicia penal, afirmando que estaba al lado del crimen. En el ensayo, amenaza con secuestrar a los niños criminales que la sociedad desea reformar, y declara que “cualquiera que busca, por la bondad o el privilegio, aminorar o abolir la rebelión destruye cualquier posibilidad de salvarse”. Esta actitud que Genet ejemplifica no busca un cambio de perspectiva que es optimista ni pesimista sino una condición deformada tras los tiestos que nos quedan del mundo. La condición en sí no depende de la esperanza ni de la desesperación. Tampoco cabe el cinismo ni la ingenuidad. Exige el deseo de habitar mundos que muchas veces están en partes opuestas de un universo a través del cual nadie sabe viajar. Algunos de nosotros arriesgamos la travesía y terminamos esquizofrénicos, farfullando en varias lenguas, mientras otros se quedan en casa, hacen la cama, y se acuestan.

Ya entiendo por qué soy un fanático de la música norteña mexicana. Atraviesa un rango de géneros como los corridos, las rancheras y los huapangos, y trata con temas como el amor, el crimen, y las fronteras. Además, reconoce que a veces nuestras camas están hechas en tumbas. Una de mis rancheras favoritas se llama “Que me entierren cantando”, que me parece que personifica muy bien la condición deformada del viajero. Aquí va la primera estrofa, que depende de un verbo importante:

Ahora sí ya estoy solo en el mundo
Solo solo en el mundo vagando
No me importa si algún día me muero
Nada más que me entierren cantando

La canción, mejor interpretada por Chalino Sánchez, quien fue encontrado asesinado un día por una carretera en Culiacán, despacha fácilmente la idea del viaje al utilizar el único verbo que está detrás de esta idea y sus sinónimos. Vagar el mundo es un asunto solitario, canta Chalino con su voz tosca. Lo hace a veces sin ton ni son y en otras hace que hasta el origen del viaje más deliberado se lo pierda con cada paso. En su tono más optimista, sabemos a dónde vamos a acabar. Es el mismo lugar del que habla Bolaño e incluso si es horroroso, habrá compadres y comadres por ahí enterrando nuestros restos en el florero sin fondo mientras elogian las vagancias que marcaron nuestras vidas. En su tono más pesimista, el ululato de los que nos sobreviven no es una canción cohesiva sino una hecha añicos y transformada en varias que nos llegan desde sus mundos individuales encarcelando a otros trotamundos.

Les estoy presentando las alucinaciones que me persiguen y, como Genet, estoy del lado de la rebelión para la cual un mundo de salvación es posible. No me quiero limitar a ningún pseudo-mundo que ve las cosas con desesperación ni a ninguno que solo sabe esperar. Sin estar restringido por las fronteras que ambos imponen, la libertad de movimiento que deseo está condicionada a algo más allá de cualquier mundo en sí.

¿Sería prudente amarrarnos a un mástil, como lo hizo Odiseo, para escuchar el canto del Imperio sin sentirnos atraídos a nuestro entierro? ¿Es útil pensar que Xolotl, el dios de los monstruos, las deformaciones, y las enfermedades que los mexicas ilustraron como un perro-esqueleto, nos llevará al olvido? ¿Y qué manifestará, o mejor dicho, quién, si el hospital, el asilo, y la cárcel—solamente algunas instituciones vueltas industrias que nos confinan a mundos en los que no queremos morar—se vuelven lugares no de ida ni de vuelta sino de saberes que pasamos de largo para reconfigurar lo que estamos haciendo en vez de lo que somos? Estas dudas tienen respuestas que todavía intento descifrar. Lo que sí sé es que la canción que me gusta escuchar después de “Que me entierren cantando” casi siempre es su remedio, “Caminos diferentes”, de Roberto Tapia.

“Caminos diferentes” encarna la desesperación ilusionada (o la esperanza desilusionada) de la canción anterior mientras que al mismo tiempo propone otro método que no termina en la celebración de un mundo fatalista sino en el lamento de que nuestras vagancias a veces se aliñan, aún equivocadamente, con las de otro. “Caminos diferentes”, en verdad, es sobre un enamorado desilusionado con las falsas promesas y acciones de su amante, pero el hecho de que se basa en las esperanzas no realizadas es un factor crítico para escapar el horror del olvido al que el trotamundos se acerca. Además, nos hace recordar que en vez de preguntarnos, “En realidad, ¿quién soy?”, vale la pena demandarle al otro, “¿Por qué no quisiste llegar más lejos a mi lado?”. Así es como el enamorado de la canción, finalmente es liberado de sus alucinaciones, y pregunta, “Si no me querías, ¿por qué me besabas?”.

Estos primeros dos versos establecen el título de la canción y su argumento útil: “Hay caminos que son diferentes/ como el que tú y yo tomamos”. Un oyente no sordo por sus malas experiencias con el amor se dará cuenta de que el camino, sin importar la intención ni el destino, se toma en pareja. Y esta es la imagen a la que quiero llegar: hay dos enfermos perdidos dentro de sus alucinaciones, vagando por un solo camino compartido.

No es un camino en donde el amor es el destino final, aunque sea para muchos el motor para poder llegar. Ni es uno que indica que nuestro aislamiento es tan completo que la enfermedad más grave sería imaginar que jamás podría ser de otra manera. Más bien, es un camino donde nos permitimos la libertad de volvernos vulnerables hasta exponernos. Es uno en donde estamos sujetos a las alucinaciones de otros y en donde nos mantenemos abiertos ante la posibilidad de que ellos vengan hacia donde vamos. Eso sí es diferente a los otros caminos que nos llevan hacia los mundos que hemos llegado a conocer, y es uno en el que soy capaz de embarcar.

Brooklyn/El Valle del Río Grande

2 de Junio a 8 de Junio


Una posdata sobre el convento

Un mundo sin cuerpos es un mundo lleno de espejos. El famoso soneto de Sor Juana Inés de la Cruz, “A su retrato”, podría corresponder a esta idea con su verso final, en donde convierte al cuerpo en un cadáver, polvo, sombra, y nada. Sus escritos carnales nos hacen buscar un encuentro en donde nuestros reflejos del aislamiento nos preguntan cuándo vamos a salir a arriesgar la conexión entre nosotros, que en su elemento más político es la fusión de los cuerpos. Las protestas que hemos visto en los últimos días, reclamando un mundo en el cual las vidas negras importan y no son condenadas, apuntan hacia cómo queremos viajar.

Notas de contingencia:

Literatura + Enfermedad = Enfermedad de Roberto Bolaño

Nostalgia de lo presente de Concha Urquiza

Un soneto de Roberto Bolaño

La casa es negra de Forough Farrokhzad

The Phenomenon of Agitation in the Psychiatric Milieu de Frantz Fanon

Minor Threats de Jean Genet

Que me entierren cantando, interpretada por Chalino Sánchez

Caminos diferentes de Roberto Tapia

* Estoy agradecido a mi amigo, Diego Gerard, quien dio varios pasos a este ensayo.