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Por Marta Aponte Alsina*

La luz de este tiempo es demasiado intensa. Mientras no nos habituemos dócilmente a ella, revelará la falsedad de nuestros consensos, acentuará los abismos entre el adentro y el afuera. Adentro quedan los nichos de quienes nos damos el lujo de vivir en “distanciamiento físico”. Afuera las calles, las regiones pobres del planeta, las instituciones segregadas que con el encierro se nos alejan más: los hospitales donde se va a morir, las cárceles, los asilos de ancianos, los manicomios. Sin embargo, más allá de titulares tétricos, y a pesar del desplome de grandes ciudades que han dejado al descubierto la vulnerabilidad de sus órdenes sociales y económicos, poco sabemos de la inmensa mayoría de la gente; poco nos llega de los países cuyas poblaciones migrantes se agolpan en morideros invisibles o en fronteras terrestres y marítimas.
A juicio de los ecologistas anti humanistas somos ratas descontroladas, hambrientas, dañinas. Hay demasiada gente en el mundo. En opinión de un devoto del arquetípico héroe solitario, como Mario Vargas Llosa, la culpa es de la dictadura china. Según ambientalistas acaso más clementes, el daño que hemos causado a la vida en la tierra proviene de economías destructoras de la vida planetaria, y provocadoras de una abismal desigualdad.
Es demasiado evidente la relación entre los desastres de la pandemia y los relatos apocalípticos milenaristas y proféticos; si bien dejan fuera que los horrores no son obras de un dios justiciero, sino de la desigualdad que imperó desde que algunos acapararon las riquezas de la tribu y fundaron una relación inseparable entre el poder económico y la guerra. (En lugares de Estados Unidos, ocupados por millonarios vacacionistas desde el siglo XIX, los pueblerinos han querido expulsar a los ricos. El derecho absoluto que otorga la propiedad privada también está en entredicho.)
Las maquinarias estatales que mueven a sus ciudadanas como fichas, y que siembran el miedo al otro con dogmas sectarios, ya conocen el breve alcance de sus armas más poderosas, así como la incomparable letalidad de la guerra pandémica. Se sienten humillados, pero de la humillación a la arrogancia es breve la distancia. Hay que prepararse para la respuesta virulenta de parte de estados ineficaces y corruptos.
El control de la masa se manifiesta en la sumisión como mensaje higienista. Parece absurdo reclamar derechos en un estado de sitio. Luego seguirán usando el criterio porque estamos en la época de las guerras microbiológicas. El tema de quiénes merecen vivir y quiénes no asoma tímidamente en los medios de masas. Se va normalizando el abandono de grandes sectores, dictado por criterios epidemiológicos.
¿Hasta qué punto el cine distópico y la literatura de horror anticiparon la luz implacable? Remitían las pandemias al reducto de las ficciones. Esas películas, esos libros, poco dicen ya, embalsamados en el escándalo excepcional, en la tumba de las ficciones.
Somos el animal mortal porque sabemos que nos apagamos con la muerte. La pandemia, al estrujarnos a diario los números de la muerte, nos obliga a recuperar la conciencia de la muerte, imprescindible para valorar la vida.
¿Aceptaremos controles mayores, nos encerraremos ya irrevocablemente, habitualmente? En Puerto Rico la sociabilidad viene mermando hace décadas, aunque se manifieste en instancias particulares, como el nomadismo organizado del “chinchorreo” y las fiestas de la “Sanse”.
¿Se acentuará nuestra dependencia de prótesis electrónicas? La comunicación social es una variable auxiliar de la vigilancia policial.
Aquí la gente solía llenar las salas de urgencia de los hospitales. La destrucción hace décadas del sistema de unidades de salud pública, la privatización de hospitales, el éxodo de médicos y la dificultad de obtener un alivio de la médica primaria entre citas, obliga a internarse en esas salas de emergencia repletas para obtener los servicios más elementales, digamos la receta de un antibiótico. Ahora esas salas están casi desiertas. Parece que la colectividad invisible ha diseñado su propio método para combatir la epidemia; encerrarse y convalecer en casa. Ya veremos en las próximas semanas qué más sale del ingenio de la invisible colectividad puertorriqueña, obediente a medias. No creo que el gobierno local tenga la capacidad de vigilar de casa en casa, e ir encendiendo por etapas y regiones la economía, según proponen varios gobernadores en Estados Unidos, conforme al siempre citado ejemplo de Singapur. (¿El orden de vigilar y castigar?)
Lo que lleva a pensar en algo que dijo algún personaje ilustre: la primera víctima de una guerra es la verdad. Si incluso bajo la luz excesiva la verdad se nos escamotea, y lo permitimos, nada nos garantizará una vida mejor que la muerte. Por cuanto se trata de una facultad transformadora, la videncia de la verdad es un don creador; un don artístico. Un arte que responda a la provocación de la luz excesiva no será el arte del consumo para el mercado de las grandes galerías internacionales donde se transfieren fortunas. No será el arte de los maestros, que sobrevivió por la acumulación de capitales, como una especie de virus; pero el arte de los maestros, el arte viejo, seguirá incorporando algunos valores de la especie, y una fortaleza: comunicar que no somos adanes desamparados e impotentes en un mundo nuevo; sabernos bajo la protección de unas fuerzas amorosas; saber que esa cultura dejada al garete se hizo para que pudiéramos existir y seguir creando.
Si algo logró el capitalismo tardío neoliberal en la colonia de Puerto Rico fue destruir las instituciones y legados materiales que apoyaban la conservación y difusión de expresiones culturales. Habrá que ocupar esos lugares desarticulados. Mientras se insista en concebir un futuro, nuestra especie seguirá obsesionada con dejar un rastro. Así fluyen los relatos.
La cultura es creación y comunicación de sentidos y también se presta a manipulaciones huecas: la farandulización, el espectáculo manipulable sobre el cual se montan los relatos dolientes de la pandemia. Banderas y lágrimas que mitigan la indignación en una sociedad corrupta desde sus fundamentos jurídicos, desde los niveles más rasos.
Vivimos en un país asediado por el miedo, orientado hacia una remota metrópolis indiferente, desligado de los demás países del archipiélago Caribe. Podríamos sacar del clóset de las ideas anacrónicas el concepto de una confederación antillana fundada en la belleza de los estados pequeños. Que un criterio estético oriente la convivencia política y ética, ¿qué significa? En mi experiencia se trata del placer de ubicar los sentidos y los sentimientos en el lugar donde se encuentran nuestros cuerpos. Mirar con curiosidad y empatía las cosas y los cuerpos que nos acompañan. No hace falta pasar por el norte para mirar hacia el lado. O si se pasa por el norte, que sea por las rutas del exilio.
La invisibilidad de las relaciones entre las Islas Vírgenes y el archipiélago de Puerto Rico me parece un enorme y fascinante misterio. Desde que emergieron las islas hubo mares abiertos, intercambios, guerras y movimientos de muchas especies en ese mar palesiano “abotonado de islas”. Sin embargo, no es frecuente la conciencia de esos parentescos.
Urge recobrar la sensación de nuestros cuerpos; del espacio que llenan y que se vaciará cuando partamos. Cristina Rivera Garza ha escrito que nos importa volver a ser cuerpos ante una experiencia tan brutal como esta pandemia. Rescatar la memoria y sus vínculos; reconocer que las islas pequeñas, con todo el peso catastrófico que el cambio climático nos impone, ofrecen lugares acogedores para organizar sociedades democráticas y eficaces, fundadas en la conciencia de que somos cuerpos, y que cuidar el espacio inmediato, así como la conciencia de nuestros lugares regionales, es una expresión creadora; “small is beautiful”: la estética y la moral de las escalas modestas.
El arte y la escritura son hermanas del conocimiento. El arte ha sido recuperador de memorias, incluso el arte iconoclasta. Ahora hace falta un arte de la luz intensa, de cuerpos reales, para liberarnos de las falacias del mercado, del neoliberalismo especulativo, del colonialismo extractivista y tramposo.
De las Islas Vírgenes que nos conviene conocer profundamente surgió un grupo de mujeres negras feministas. Dos artistas, una novelista, una investigadora: La Vaughn Belle, Tami Navarro, Hadiya Sewer y Tiphanie Yanique. Uno de los fines del grupo, llamado “Virgin Islands Studies Collective”, es recuperar y dar sentido a los archivos coloniales daneses, cercenados de la conciencia de los habitantes de las islas.
En un proyecto lanzado poco antes de la pandemia, las investigadoras se enfrentaron a las figuras de las reinas insurrectas de la rebelión de 1878 en St. Croix. El conjunto de ensayos, publicados y disponibles en la revista NTik, se titula “Ancestral Queendom: Reflections on the Prison Records of the Rebel Queens of the 1878 Fireburn in St Croix USVI (formerly the Danish West Indies).”
Mujeres, obreras, reinas. En una plaza de Copenhaguen instalaron una estatua de una de las cuatro reinas, Queen Mary, obra de La Vaughn Belle y de Jeanette Ehlers. Quien vea esa imagen en su contexto insólito recibirá un legado de inquietudes. ¿Quién las hizo reinas; que nos dice esa patria de monarcas sin palacios; cómo transformar la desolación necropolítica en brotes de libertad? El arte de la luz intensa está hecho de preguntas.
*Marta Aponte Alsina es autora de novelas, relatos y ensayos. En 1994 publicó la novela Angélica furiosa. Siguieron El cuarto rey mago (novela, Sopa de Letras, 1996); La casa de la loca (relatos, Alfaguara, 2001); Vampiresas (novela corta, Alfaguara, 2004); Fúgate (relatos, Sopa de Letras, 2005); Sexto sueño, (novela, Veintisiete Letras, 2007); El fantasma de las cosas (novela, Terranova Editores, 2009); Sobre mi cadáver (novela corta, La Secta de los Perros, 2012); Mr. Green (novela corta, Random House Mondadori, serie Flash de libros digitales); La muerte feliz de William Carlos Williams (novela, Sopa de Letras, 2015; la edición mexicana fue publicada por Editorial Calygramma en 2016) y Somos islas (ensayos, Editora Educación Emergente, 2015). Sexto sueño recibió el Premio Nacional de Novela otorgado por el Pen Club de Puerto Rico. En 2014 le fue otorgada la cátedra Nilita Vientós Gastón, que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Editorial Dragomanni publicó en 2015 la versión italiana de Sobre mi cadáver. En 2018 publicó un libro que alterna entre lo documental y lo imaginativo: PR 3 Aguirre. Ha sido editora de libros y revistas, entre ellos la antología Narraciones puertorriqueñas, publicada por Fundación Biblioteca Ayacucho.