Por Alexandra Pagán-Vélez
Alexandra es poeta, narradora y ensayista.
A: las cuenteras puertorriqueñas por resistir y seguir narrándonos
A mis amigas: Nicole, Carmen, Marilí, Sylma, Pluma, Heidi Anne Vera y Natalia

La ducha parece estallar y el agua entonces irrumpe tibia y con buena presión. Lola cierra los ojos para que se le deslice de la frente a los cachetes; se acaricia el cuello disfrutando cada gota. El baño es algo viejo, pero ama su baño, la presión de agua, los azulejos coloridos… Hace unos años esa misma ducha estuvo seca por 11 meses.
Hoy me debo lavar el pelo. Son dos galones y medio. No puedo gastar tres.
Con parsimonia y precisión vertía el agua en un cubo destinado únicamente para el aseo personal. Aprovechaba el agua con champú para lavarse también el cuerpo. Estaba sobre una suerte de tina pequeña. El agua que caía allí le servía para mojar y lavar paños de limpieza del hogar o para descargar los inodoros. En algún momento de desesperación la usó incluso para fregar. Nadie pensó que en pleno 2017 Puerto Rico, la Isla del Encanto del Caribe, viviera bajo unas condiciones tan austeras. Nadie se pensó sin electricidad ni agua potable, sin comunicaciones ni transporte público, sin comida en los supermercados, sin seguridad civil ni social; los menos afortunados ni siquiera se habían imaginado sin un hogar donde dormir en privacidad.
Caminar hasta el oasis más cercano no era tan difícil como regresar con los galones llenos. Su amiga Blanca le prestó un carrito, así podía suplirse con mayor cantidad. Luego conoció a Ignacio, un vecino que se encargaba de buscar agua para abastecer a los vecinos. Era dominicano, recién había llegado de Santo Domingo donde vivía bajo unas condiciones parcas, pero mucho más cómodas que en las del “Puerto Rico se levanta” tras el huracán María. Vivía solo, fue rápidamente introducido en el vecindario gracias a la comitiva que le esperaba desde hacía bastante tiempo. A Lola le parecía muy guapo, aunque no toleraba su machismo. Las maneras de flirtear de los dominicanos son muy distintas a las de los puertorriqueños, Lola aún no podía encontrar puntos de conciliación. Por ejemplo, Ignacio a veces hacía gestos que la hacían sentir muy puesta en evidencia. También se reía de modo exagerado y hablaba muy alto con ella, lo que atraía la atención del resto de los vecinos, eso sin duda, le espantaba el deseo de conectar con él. Además, con la falta de agua y el constante calor, ¿quién tendría ganas de intimar? Ella, ella no había perdido su líbido, pero desde María todo eso cambió. El día se le iba entre buscar agua o hielo, conseguir comida e ingeniárselas para cocinar con una hornilla para acampar. Ya a eso de las 5 de la tarde debía haberse bañado porque era imposible a oscuras, no tenía velas para malgastar. Entonces el calor, los mosquitos, el aburrimiento, el toque de queda… Todo parecía sacado de un documental de país tercermundista de 1980.
En algún momento Lola posó para un fotógrafo de la prensa nacional. Salió en la primera plana con su cabello descuidado, chanclas y pantalones cortos; sudada, triste, galón en mano en una larguísima fila. Aunque parecía sola, en la distancia estaban Ignacio, doña Puruca y Andrés, quienes comentaban sobre la ley seca, la falta de agua y los semáforos sin luz. Lola sostenía el cubo hacia al frente como un tipo de ofrenda. Harta de tanto espectáculo de muertes, de tanta promesa de acción, miró al fotógrafo cuestionándose qué hacía él allí. Ahora cada vez que ve la imagen le parece verse niña, como si esperara por su madre a que la buscara al kínder. Hay una foto similar, era el día de su cumpleaños. Su madre se retrasó por un contratiempo con el bizcocho. Lola la recibió con tristeza, mochila en mano hacia el frente como ofrenda; su madre tuvo que hacerle la foto.
Así, parecía dar testimonio de sus incomodidades. Lola, cubo en mano con ese reproche soso en sus ojos, con pelo despeinado pegado en cuello por el sudor. Su apartamento queda en el piso 14 y al no haber electricidad, tiene que subir el agua por las escaleras una y otra vez. A veces Ignacio la ayudaba, le decía que aprovechaba poder mirarle las nalgas contoneándose por los escalones al ir tras ella. Ella aprovechaba el trabajo bruto, le contestaba chisteando. Hasta que un día se dedicaron a besarse y explorarse sin reparar en los olores corporales. El sexo, aunque lamentablemente mediocre, le brindó cierta normalidad a su rutina hasta que luego se bañaron y gastaron 5 galones. Ignacio se fue contento, mientras Lola quedó insatisfecha, mortificada por haber malgastado toda esa agua que tanto trabajo le dio cargar.
El agua que usaba para lavar la ropa la empleaba en las plantas del balconcito que se había convertido en su habitación. Era más fresco y le daba la impresión de cercanía con una naturaleza que parece haber sido puesta en llamas. Solo molestaban las intercesiones de doña Puruca, que vivía del lado derecho o don Rafael, a quien le parecía chistoso invitarse a pasar el calor de la noche con ella. Pero la falta de electricidad hacía también que desde su balconcito se remontara a los campamentos en la playa donde veía estrellas fugaces hasta el amanecer. El cielo más allá de los edificios se extendía incólume, pero también apacible, con miles de millones de astros atentos a su sueño y a su soledad.
Tras un toque de queda de casi un mes, fue impuesta la normalidad el 19 de octubre de 2017. Lola aprovechó para irse al bar de una amiga, que quedaba a pasos de su apartamento en la calle Cerra, una suerte de galería a gran escala del barrio de Santurce. Gastó 4 galones al bañarse. Aun así, hedía. Lavar a mano y tender en su apartamentito no le permitía a la ropa secarse bien. Todo su edificio parecía en una eterna celebración porque los vecinos tendían la ropa cual banderines desde los balcones, pero Lola prefería tenderla adentro para tener ese espacio libre para dormitar y aprovechar un poco la frescura de la noche. A veces las lloviznas le parecían un tipo de ofrenda ante tanto esfuerzo e incomodidad que estaba viviendo. Hubiese gastado 5 galones bañándose si eso significaba que no terminaría hediendo a musgo. Chica, me hubieses preguntado. En el londri de calle Loíza hay secadoras. Pero Lola gastó su dinero esa noche. Recordó despedir a su hermano en el aeropuerto que partió en uno de tantos vuelos de caridad hacia Nueva York, “te vas a quedar sin dinero y ni una cervecita te podrás dar”. Así fue, así mismo.
Retrocedió para mirarse en el espejo que tiene pegado en la ducha. Ahora, tres años después, puede ver en su rostro numerosas arrugas, y canas dispersas en su cabello que se intensifican en el crecimiento. ¿Para qué teñirse el pelo si apenas puede salir a tirar la basura? ¡Qué importa, si asiste a las reuniones laborales con la cámara apagada y nadie la puede visitar!
Entre cada catástrofe puede recordar a un amante: Ignacio tras el huracán y José, un electricista que la ayudó a reanudar el servicio eléctrico tras complicaciones surgidas con los temblores de enero. Él, hacía poco que se había ido a Atlanta a vivir con familiares. Participar visiblemente en las protestas del país que se dieron en el verano de 2019 le redujeron sus posibilidades de empleabilidad. José era diestro y amoroso, algo pequeño y rechoncho, pero todo un amor.
Esas protestas la ayudaron a entender los versos del himno revolucionario: “ven, nos será simpático/ el ruido del cañón”. ¿Cómo semejante estruendo podía resultar “simpático”?
Llegó temprano con su amiga Isabel. Se estacionaron cerca del monumento a la Policía en la avenida de la Constitución. Este monumento había sido intervenido en dos ocasiones. La primera por la Colectiva de Mujeres y Aliades, que arrojó pintura roja en la base del obelisco para denunciar la falta de acción gubernamental ante la violencia de género, y en la segunda, Luis hizo unas placas con fotos muy parecidas a las que decoran el obelisco, pero que, en vez de mostrar imágenes emblemáticas de heroísmo, presentaban en primer plano la brutalidad policiaca. Ambas operaciones tuvieron la misma táctica: vigilantes se postearon en cada bocacalle que condujera al monumento. Se realizaron a las 3 de la mañana. En el caso de la pintura, fue cuestión de pedalear y arrojar con fuerza tres latas de rojo. Luego se movieron a Puerta de Tierra y salieron a Miramar donde se encontraron con el resto de los compas. Usaron guantes por temor a que tomaran las huellas dactilares y fueran creando un expediente.
El caso de las placas requirió mayor exactitud, una escalera pequeña de cocina, pega de azulejos y tiempo. Las 4 placas ya estaban listas con macilla y separadas con plástico para protegerlas. Eran pesadas y requerían de cuidado. Habían sido ejecutadas de modo que fuera difícil notar el cambio de imagen a menos que se acercaran a ellas. Luis tenía puestos unos audífonos y los compas desde una llamada en conferencia le hablaban por si tenía que abandonar la misión. Afortunadamente pudo ejecutar toda la empresa e incluso eliminar la macilla que sobraba en las esquinas. En tres días los periódicos cubrían la noticia bajo el epíteto de vandalismo. Se calculó que el daño ascendía a los 15mil dólares. No obstante, en círculos académicos se comparaba la intervención con Banksy, y en otros se buscaba al autor de esa gestión de “heroísmo individual”.
Blanca llegó directo a la Plaza de Armas para encontrarse con Isabel y Lola en el Viejo San Juan. Ya las calles estaban repletas de manifestantes y se escuchaba la consigna: “Ricky, renuncia y llévate a la Junta”. Ven, nos será simpático el ruido del cañón: ya tarde en la noche Pao preguntaba “¿alguien tiene gas?” mientras empujaba un bote de basura para encenderlo y convertirlo en barricada. “Chorro de cabrones,” gritaban lanzando piedras. Las detonaciones de los gases lacrimógenos y la gritería de la gente entonando “somos más y no tenemos miedo”, a Lola les parecía simpático, muy simpático.
Tenía que bañarse luego de haber llegado del exterior. Afortunadamente el 2020 no amenazaba aún con racionamientos de agua debido a las sequías. Se quita los zapatos en el primer cuadrante de su sala, desecha los guantes en el bote que tiene justo al lado de la entrada, camina tres pasos y coloca la mascarilla sobre el vaporizador para desinfectarla y de allí, va directo al baño. Lola se desviste cuidadosamente, coloca todo en su cesto de ropa que tiene una bolsa plástica para aislar el textil. Entonces suelta su cabello que tuvo recogido como bailarina. Eligió el jabón con más fragancia porque no puede gastar en perfume. Tiene que conformarse con el baño y el desodorante. No hay dinero. Hace rato que no hay dinero. Para ella el perfume es como la lencería, la hace sentir sexi. Lo sustituye por un jabón ridículamente oloroso, en lo absoluto sexi, pero no le queda más. A fin de cuentas, todo contacto casual ha sido penalizado. Mas ante el encierro pandémico, el dolor del miedo, de la austeridad y del abandono, necesitaba sentirse amada, deseada, erotizada. Lo más cercano a eso era el agua deslizándose por su cuerpo, correteándole por sus contornos, limpiándola al tiempo que la acaricia.
Tenía que bañarse luego de haber llegado del exterior. Afortunadamente el 2020 no amenazaba aún con racionamientos de agua debido a las sequías. Se quita los zapatos en el primer cuadrante de su sala, desecha los guantes en el bote que tiene justo al lado de la entrada, camina tres pasos y coloca la mascarilla sobre el vaporizador para desinfectarla y de allí, va directo al baño. Lola se desviste cuidadosamente, coloca todo en su cesto de ropa que tiene una bolsa plástica para aislar el textil. Entonces suelta su cabello que tuvo recogido como bailarina. Eligió el jabón con más fragancia porque no puede gastar en perfume. Tiene que conformarse con el baño y el desodorante. No hay dinero. Hace rato que no hay dinero. Para ella el perfume es como la lencería, la hace sentir sexi. Lo sustituye por un jabón ridículamente oloroso, en lo absoluto sexi, pero no le queda más. A fin de cuentas, todo contacto casual ha sido penalizado. Mas ante el encierro pandémico, el dolor del miedo, de la austeridad y del abandono, necesitaba sentirse amada, deseada, erotizada. Lo más cercano a eso era el agua deslizándose por su cuerpo, correteándole por sus contornos, limpiándola al tiempo que la acaricia.
Lola empezó a secarse en la ducha, miró su celular y escribió a sus amigas: “No sé por qué insisten en decir virus invisible, como si hubiera virus que se vieran a simple vista” Blanca no pierde oportunidad: “Estás bien filosófica, mama”. Lola continúa: “Mana, y cómo se hace para conectar en medio de tanto encierro?” Isabel respondió: “Instagram?” “Está cabrón, tanta cosa y una aquí. Pa que después me muera”. Blanca interviene: “Loca, haz un voto de castidad, si qué carajo”. Miren, voy a usar el audio porque estoy haciendo par de cosas con las manos y escribir me toma tiempo. Yo lo que quiero es un jevito pa compartir la soledá… A los minutos escribe Isabel: “Lola??? Sintieron el temblor?????” Carajo, me di bien duro. Ay, me duele un montón. ¡Ostia! Estoy botando sangre. “Pero loca, dnd te diste?” “Lola” “úntate Lysol” “@Blancurria déjate de mierdas, la estoy llamando y no responde” “drama queen” “no responde”.
A los pocos minutos Isabel llama a Blanca. Loca, no responde, me preocupa. Ya pasó la chicharra, no podemos salir a ver. ¿Tienes el número de la doña que vive al lado? ¿Cómo se llama? ¿Puruca?
Ninguna tenía modo de contactar a Lola ni a nadie cercano a ella. Isabel omitió las restricciones del toque de queda y salió a toda velocidad, buscó a Blanca, prescindiendo también el distanciamiento social. Ambas enmascaradas y enguantadas fueron en dirección a la casa de Lola en Bahía. Las calles desiertas y descuidadas eran recorridas por algún gato aburrido, el silencio daba atisbos de apocalipsis. Ya cerca de la casa de Lola las detuvo una patrulla, al ellas explicarle la naturaleza de su agencia, las acompañaron al apartamento.
El complejo de Lola era una suerte de vivienda con subsidio en el cual residían cientos de personas y que por su construcción, era seguro en caso de terremotos, mas por la altura de su apartamento, se sentían de un modo impresionante. Ella no respondía ni al teléfono ni a la puerta. Los vecinos de inmediato salieron, los policías les instruyeron que mantuvieran los protocolos de la ordenanza 2020-033. Se retiraron, mas no del todo, dejaron un resquicio desde donde mirar. Ante más de un mes encerrados, la presencia de la policía se volvía una sensación.
Los agentes entonces forzaron la puerta, nadie en la sala, nadie en el pasillo, nadie en el cuarto; en el baño, Lola semidesnuda, rodeada de sangre que le salía del cráneo. Al lado de su cuerpo se veían fragmentos de los azulejos de la ducha de la cual se asomaba casi con gracia una varilla mohosa. Llorosas y confundidas las amigas fueron interrogadas, buscaron en el celular de Lola el teléfono de la hermana, el único pariente vivo. Al abrir la pantalla se toparon con el chat y se leía “no responde”.